Uno
empieza a escribir y tiene un precioso negro matizado
Con
brillos de terciopelo,
Algo
como un mar nocturno o una nube nocturna
O
un cuarto cubriéndose
mimoso bajo trapecios anaranjados
Que
persisten en su energía agotadora contra la pared,
Jóvenes
hijos de la ventana.
—O
plateados, maquillados para la noche—.
Uno
empieza a escribir mirando dentro
Como
para preservar lo que hay y de repente
Se
encuentran sus ojos con la blanca linterna de policía
De
lo que ya hay: la página en blanco.
O
la charla presumida de la primera línea del poema
Empeñada
en posar llamativamente,
En
gritar incesante su estribillo
Para
vaciarle a uno del resto.
O
el afectado susurro del lápiz
Que
puede encandilarle y hacer que suelte el lazo
De
toda la oscuridad que acarreaba.
Uno
acaba el poema como puede,
A
trompicones, a saltos entre palabras,
No
parándose a recoger lo que se pierde
O
parándose y viendolo caído en un rincón difícil.
Ahí
queda, después, lo escrito, gritando con voz ajena,
Con
una energía que nunca tuvo el que lo compuso,
Petrificándose
como un monolito
Y
quizás guardando algo de lo que quiso el poeta
Salvo
que totalmente transformado por la luz.
© Luis de la Rosa Rivera
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