domingo, 15 de octubre de 2017

A Mata Hari, en su centenario



Cuando la vinieron a apresar, tras el vuelo bajo del susto
Reconoció sin duda una sensación familiar:
Ya quedó presa una vez entre la pinza del director de escuela que intentaba propasarse
Y el padrino que, para protegerla, cerró el paso del sendero humilde de una vida laboral.
Años más tarde, los brazos de un marido indeseado
También fueron barrotes de una prisión cínica
En su sonrisa de cielo tropical, desnudo y expedito.

El paredón también lo había visto antes:
Su dolorosa rigidez fantasmal se la había aparecido quizás
En la faz, esta mustia, del cielo europeo de su adolescencia
Cuando la bancarrota de su padre le robó las reservas de su futuro.
Sin duda lo sintió, quemante, cuando la frontera última de Indonesia
La tupió la mano violenta de su marido por correspondencia,
Cuando el hueco del proyecto se llenó de un cráneo rotundo que lo vaciaba.

El modo de resolver el problema
Lo encontró a lomos de esa misma bravura
Que la llevó una vez a huir a ciegas de una prisión a otra.
Ahora se trataba no de creer en lo que no había visto
Sino de esforzarse por no ver lo que tenía delante
Como única manera de avanzar en el camino libre.
No ver esas palabras que nunca la protegieron en el pasado
Honestidad, castidad, observancia de las leyes,
Que pertenecían en realidad a la sociedad que la desamparó,
A la asamblea de hombres que le dictó periódicas condenas.
No ver tampoco el peligro, no podía permitírselo.
Avanzar como los caballos que con unas anteojeras se libran del miedo.
No otorgar significado al gesto ya poco creíble
De las hombrías decrépitas requiriéndola con turgencias sin sentido.
Ningún brazo, ningún bastón de deseo, ninguna vara de mando
Iban a detenerla en su vuelo
De suave ave desnuda con alas y cresta de oro y rubíes,
En su vuelo de Ícaro por encima de cualquier cielo al Sol,
Al ojo del día que ya llevaba tatuado como nombre.

La última mirada de hombre por la que hubiese condescendido en posarse
La cegó el fuego de la guerra
Como presagio de la ceguera una vez más de un alma
Ante el amor de una mujer
Al año siguiente, cuando se negó a testificar a su favor.
El fuego cegador del quince de octubre también lo había visto ella antes.

Cuando juntaron varios cañones, duros como siempre pero ahora implacables,
Y los levantaron nada nuevo ante ella
Para, esta vez, doblegarla por fin,
Ella volvió a lo más fuerte de sí misma:
Tras negarse a ser atada,
Sin necesitar siquiera venda en los ojos,
Les lanzó un beso al aire
Y otra vez se echó a volar con la vista puesta más allá.  

                                                                     © Luis de la Rosa Rivera

sábado, 7 de octubre de 2017

A contracorriente



Las olas pugnan por empujar hacia adelante.
Los ojos azulencos del agua nos reflotan agarrándonos un pulmón con cada mano
Mientras su voz carrasposa no deja de darnos su charla.

Hay que hacer un esfuerzo de peso,
De esquivación del aire,
Para llegar al tesoro abisal de los recuerdos
Que nos esperan como un galeón hundido
Con una plétora abigarrada de maravedíes.

El problema para la vida es que su fascinación
Demandaría un continuo caminar hacia atrás
Para ir recogiéndolos y explorándolos,
Y eso es lo opuesto a su dinámica.
Pero estaríamos tan orientados si tuviésemos siempre a la vista sus mapas
Como en la pantalla de nuestra tableta digital.
Sería como consultar en google maps
La ruta a la felicidad o a veces a la intensidad.

                                                                                                                     © Luis de la Rosa Rivera

Uno empieza a escribir



Uno empieza a escribir y tiene un precioso negro matizado
Con brillos de terciopelo,
Algo como un mar nocturno o una nube nocturna
O un cuarto cubriéndose mimoso bajo trapecios anaranjados
Que persisten en su energía agotadora contra la pared,
Jóvenes hijos de la ventana.
O plateados, maquillados para la noche—.

Uno empieza a escribir mirando dentro
Como para preservar lo que hay y de repente
Se encuentran sus ojos con la blanca linterna de policía
De lo que ya hay: la página en blanco.
O la charla presumida de la primera línea del poema
Empeñada en posar llamativamente,
En gritar incesante su estribillo
Para vaciarle a uno del resto.
O el afectado susurro del lápiz
Que puede encandilarle y hacer que suelte el lazo
De toda la oscuridad que acarreaba.

Uno acaba el poema como puede,
A trompicones, a saltos entre palabras,
No parándose a recoger lo que se pierde
O parándose y viendolo caído en un rincón difícil.

Ahí queda, después, lo escrito, gritando con voz ajena,
Con una energía que nunca tuvo el que lo compuso,
Petrificándose como un monolito
Y quizás guardando algo de lo que quiso el poeta
Salvo que totalmente transformado por la luz.

© Luis de la Rosa Rivera