Cuando la vinieron a apresar, tras el vuelo bajo del susto
Reconoció sin duda una sensación
familiar:
Ya quedó presa una vez entre la
pinza del director de escuela que intentaba propasarse
Y el padrino que, para protegerla,
cerró el paso del sendero humilde de una vida laboral.
Años más tarde, los brazos de un
marido indeseado
También fueron barrotes de una
prisión cínica
En su sonrisa de cielo tropical,
desnudo y expedito.
El paredón también lo había visto
antes:
Su dolorosa rigidez fantasmal se la
había aparecido quizás
En la faz, esta mustia, del cielo
europeo de su adolescencia
Cuando la bancarrota de su padre le
robó las reservas de su futuro.
Sin duda lo sintió, quemante,
cuando la frontera última de Indonesia
La tupió la mano violenta de su
marido por correspondencia,
Cuando el hueco del proyecto se
llenó de un cráneo rotundo que lo vaciaba.
El modo de resolver el problema
Lo encontró a lomos de esa misma
bravura
Que la llevó una vez a huir a
ciegas de una prisión a otra.
Ahora se trataba no de creer en lo
que no había visto
Sino de esforzarse por no ver lo que
tenía delante
Como única manera de avanzar en el
camino libre.
No ver esas palabras que nunca la
protegieron en el pasado
—Honestidad,
castidad, observancia de las leyes—,
Que pertenecían en realidad a la
sociedad que la desamparó,
A la asamblea de hombres que le
dictó periódicas condenas.
No ver tampoco el peligro, no podía
permitírselo.
Avanzar como los caballos que con
unas anteojeras se libran del miedo.
No otorgar significado al gesto ya
poco creíble
De las hombrías decrépitas
requiriéndola con turgencias sin sentido.
Ningún brazo, ningún bastón de
deseo, ninguna vara de mando
Iban a detenerla en su vuelo
De suave ave desnuda con alas y
cresta de oro y rubíes,
En su vuelo de Ícaro —por
encima de cualquier cielo—
al Sol,
Al ojo del día que ya llevaba
tatuado como nombre.
La última mirada de hombre por la
que hubiese condescendido en posarse
La cegó el fuego de la guerra
Como presagio de la ceguera —una
vez más—
de un alma
Ante el amor de una mujer
Al año siguiente, cuando se negó a
testificar a su favor.
El fuego cegador del quince de
octubre también lo había visto ella antes.
Cuando juntaron varios cañones,
duros como siempre pero ahora implacables,
Y los levantaron —nada
nuevo—
ante ella
Para, esta vez, doblegarla por fin,
Ella volvió a lo más fuerte de sí
misma:
Tras negarse a ser atada,
Sin necesitar siquiera venda en los
ojos,
Les lanzó un beso al aire
Y otra vez se echó a volar con la
vista puesta más allá.
©
Luis de la Rosa Rivera